
Hasta marzo pasado, la mayoría de las personas en el mundo jamás habíamos utilizado en una oración palabras como pandemia, inmunidad de rebaño, coronavirus… La curva de aprendizaje colectivo que hemos atravesado durante los últimos siete meses ha sido extremadamente pronunciada y todo-abarcadora. De hecho, decir que la atravesamos es mentira, porque aún estamos muy lejos de salir de ella.
Este año la primavera llegó en el norte y el otoño en el sur con la noticia de que el camino se había quebrado súbitamente, a escala global, cuando ya de por sí millones de seres humanos transitaban por la orilla del acantilado. Al hacer conciencia de la gravedad de la pandemia, quienes pudimos, bajamos la velocidad, nos acomodamos en el asiento, abrimos bien los ojos, respiramos hondo y torcimos el volante con cierto temor, pero también con alguna dosis de confianza o ingenuidad. No hay mal que dure cien años. La medicina está tan avanzada. Los pueblos y los gobiernos del mundo se unirán para enfrentar la enfermedad… Ahora la moneda de las estaciones ha girado, es primavera en el sur y otoño en el norte, y la noticia que debemos digerir, la nueva palabra que habremos de introducir en nuestras oraciones, es fatiga.
“La fatiga pandémica es real”, declaró antier el Dr. Tedros Adhanom Ghebreyesus, Director General de la OMS. Y no solamente es real, sino que se ha convertido en el principal obstáculo a vencer para reducir los contagios de COVID-19 en el mundo. La explicación es simple: tras meses de sacrificios y pérdidas, la población está extenuada y, en ese estado, los seres humanos corremos más riesgos.
¿Recuerdas cómo encarabas la pandemia en marzo? ¿La energía que invertiste en modificar tu comportamiento, hasta donde te fue posible? Si contaste con los recursos necesarios para hacerlo, ¿recuerdas con cuánta disciplina te lavabas las manos una y otra vez durante el día y con qué fervor limpiabas tus espacios? ¿Cómo dejaste de reunirte con familiares y amistades y redujiste tus salidas al máximo? ¿Cómo procurabas informarte para entender lo que estaba ocurriendo, día con día? Pues bien, de acuerdo con estudios recientes, más de la mitad de la humanidad se hartó ya de todo eso.
¿Cómo saber si tengo fatiga pandémica?
La fatiga pandémica es un agotamiento colectivo que se origina en la acumulación de pérdidas y restricciones, vividas durante meses de crisis sanitaria. Además de los síntomas propios del cansancio físico y emocional, esta fatiga se caracteriza por la presencia muy frecuente o constante de emociones intensas y desagradables como la impaciencia, la frustración, la apatía y la desconexión.
Según la OMS, las personas que experimentan fatiga pandémica comienzan a mostrar los siguientes comportamientos: 1) dejan de informarse acerca del virus y la pandemia; 2) cada vez les importan menos los riesgos; 3) están menos dispuestos a seguir las conductas recomendadas para la prevención.
Se entiende que en estos momentos, cuando los contagios repuntan alrededor del mundo, lo peor que podríamos hacer es descuidarnos. Y sin embargo, sin importar el peligro, nos descuidamos. Lo hacemos de manera irracional, ilógica. Apoyamos nuestra decisión de arriesgarnos y arriesgar a otras personas en negaciones y racionalizaciones. ¡Cómo no voy a ver a X en su cumpleaños! ¡Ni modo que siga sin ver a mis familiares! Después de todo, el porcentaje de gente contagiada o fallecida es mínimo, si lo comparas con la población mundial. Prefiero contagiarme ya de una vez, para salir de esto. Si en siete meses no me he contagiado, ya no me contagié. Vivir así no es vida. De algo me he de morir... Para cualquiera de estas justificaciones existe una contraparte lógica, informada, realista, racional. El problema es que, al parecer, ya no nos importa.
El miedo, lo sabemos desde siempre, es un excelente motivador de la conducta humana, a corto plazo. Hacer que un ser humano mantenga una conducta a largo plazo, eso es otro cantar. Fueron los miedos de marzo, los que nos hicieron lavarnos las manos y desinfectar nuestros espacios incontables veces. Por miedo, dejamos de ver a nuestros seres queridos. Quienes tuvimos la posibilidad de trabajar desde casa, también por miedo, lo hicimos. Ahora los miedos de marzo han pasado y lo que nos queda es la fatiga de octubre.
Tristemente, podría ser otra vez el miedo lo que nos mueva a re-comprometernos con la prevención. Cuando veamos que los contagios aumentan en forma alarmante y los hospitales comienzan a desbordarse; cuando el cerco se estreche a nuestro alrededor y sepamos de más y más personas cercanas que se han contagiado o perdido la vida, es posible que entonces volvamos a encender el sistema de alerta y re-dediquemos nuestros esfuerzos a prevenir el contagio.
El problema no eres tú, el problema es la pandemia
Es falso decir que allá, en marzo, un mismo camino se quebró, de pronto, para toda la humanidad. En el mundo cruelmente desigual en el que vivimos, no íbamos, como especie, por una misma vereda. Algunas personas venían transitando por el privilegio y la abundancia, mientras que otras llevaban generaciones sobreviviendo a las peores adversidades. Si algo ha hecho la pandemia es iluminar y ahondar la desigualdad y la injusticia preexistentes. Es un error, por tanto, pensar que la fatiga nació con la pandemia, cuando la realidad es que la mayor parte de los seres humanos ya vivía vidas extenuadas.
Además de las desigualdades contextuales, –económicas, políticas, de género, por nombrar sólo tres–, cada persona vivía su biografía, cuando apareció el COVID-19. La llegada del virus intensificó el grado de dificultad con que cada cual vivía su propia trama. Quienes batallaban contra una enfermedad terminal, por ejemplo, tuvieron que seguir haciéndolo, pero ahora en pandemia; quienes trataban de seguir adelante después de una pérdida significativa, continuaron viviendo su duelo, pero ahora en pandemia. Los conflictos de pareja, las adicciones, la depresión, los retos que conlleva cada una de las etapas del desarrollo humano, los traumas psicológicos, la soledad, los cuestionamientos existenciales, fuera cual fuera nuestra batalla privada (y sabemos que todo lo privado es político y viceversa) la pandemia vino a exacerbarla y a empeorar las condiciones en que habíamos de librarla.
Tal vez, para seguir adelante, necesitamos negar, o por lo menos menospreciar, los efectos negativos acumulativos que ha tenido la pandemia en nuestra salud física y emocional. Quizás por eso no solemos nombrarla como el factor principal que ha venido complicar los retos que ya enfrentábamos. Especialistas en el campo de la psicología alrededor del mundo reportan el mismo fenómeno: la mayoría de las personas que buscan apoyo psicológico no señalan la pandemia como la causa de sus problemas; en cambio, se señalan a sí mismas.
Los efectos de fusionar nuestra identidad con un problema pueden ser psicológicamente devastadores. Es como si no existiera un solo rincón de nosotras-os que no estuviera tomado por el problema. Si esa es nuestra percepción, no hay por dónde empezar a encontrar una salida… Han sido dos las corrientes psicoterapéuticas que han abordado directamente la cuestión de la fusión de la identidad (el yo o el self, como se quiera) con un problema determinado. La primera fue la Terapia Centrada en Soluciones y la segunda la Terapia Narrativa. Ambos enfoques apuestan por la despersonalización de los problemas siguiendo una fórmula engañosamente simple, resumida en esta frase: El problema no eres tú, el problema es el problema. Si aplicáramos esa frase a nuestros dolores emocionales actuales, diríamos, ¡y qué sanador sería decirlo!: El problema no soy yo, el problema es la pandemia.
¿Qué hacemos, pues, con la fatiga pandémica?
Las tres medidas preventivas recomendadas y validadas científicamente alrededor del mundo siguen siendo las mismas: 1) lavarnos constantemente las manos con agua y jabón o utilizar gel antibacterial con alcohol al 70%; 2) usar cubrebocas; 3) distanciamiento social. Es la tercera de estas medidas la que nos está costando más trabajo cumplir, a escala planetaria.
Si no queremos esperar a que sea el miedo lo que nos mueva, podemos intentar conectarnos con otras emociones, necesidades y valores y actuar desde ahí. El amor, el sentido de propósito, la pertenencia a una comunidad, se ha comprobado, son motivadores de la conducta mucho más eficaces a largo plazo, para la mayoría de los seres humanos. Imaginar formas de experimentar estas emociones y valores con otras personas, salvaguardando nuestra salud, sigue siendo la estrategia más idónea para satisfacer nuestras necesidades psicológicas y encontrar consuelo.
Ante la generalización de la fatiga pandémica, algunas-os especialistas en psicología social han comenzado a recomendar que adoptemos un enfoque reduccionista. Este enfoque suele aplicarse para conductas dañinas, de las cuales no podemos abstenernos. Consiste en reducir al mínimo dichos comportamientos. De esta manera, se aminoran los riesgos, aunque no se eliminan. Si ya no podemos seguir sin ver a nuestros seres queridos, podemos optar por hacerlo, enfocándonos activamente en reducir los riesgos, lo más posible. Esto incluye reunirnos en encuentros breves, de máximo 3-4 personas, de preferencia al aire libre o en espacios muy bien ventilados, practicando la distancia social de al menos metro y medio, usando cubrebocas y cuidando la higiene al máximo. De optar por este enfoque, los y las expertas recomiendan tener siempre presente que nuestra reunión será tan segura como el riesgo más grande que haya corrido cualquiera de las personas ahí presentes.
Una última recomendación para lidiar con el otoño de nuestro descontento es la práctica disciplinada de la empatía. Entendamos que todas las personas estamos haciendo complejas negociaciones entre el riesgo, la felicidad, la supervivencia, la fatiga y la satisfacción de necesidades fundamentales. Y para esta clase de negociaciones profundamente íntimas y humanas no hay reglas ni manuales.